La cresta de Ilión o la refundación del lenguaje más allá de los "candados de la costumbre"



Maryse Renaud

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Primero quiero precisar que no soy ninguna especialista en literatura mexicana, y menos aún en la narrativa de Cristina Rivera Garza, cuya obra, sin embargo, conozco parcialmente y —me apresuro a decirlo— aprecio por la audacia de sus planteamientos estéticos y el papel activo que requiere del lector. Ahora bien, debo confesar que La cresta de Ilión(1) me ha dejado perpleja en más de una ocasión y que cuento con ustedes para ayudarme  a captar mejor los puntos que todavía me resultan oscuros. A no ser que dicha oscuridad o, mejor dicho, la cultivada ambigüedad del texto, experimental a todas luces, constituya un parámetro constitutivo del mismo. La cresta de Ilión es un texto arduo por varios conceptos, un texto que juega mucho con la intertextualidad : primero con los relatos de Amparo Dávila, por supuesto —escritora mexicana nacida en 1928 y considerada una maestra del cuento, aunque poco leída actualmente— a quien rinde un explícito homenaje, convirtiéndola de entrada en uno de los personajes protagónicos de la ficción ; con la narrativa de Cortázar, cuyas fantasías lingüísticas prolonga al forjar, inspirándose en el famoso « glígico»(2) de los enamorados inventado por el autor argentino, un idioma igual de extravagante, pueril, truculento, paródico, para uso exclusivo de dos mujeres —Amparo Dávila y la Traicionada— visiblemente enamoradas ; quizás pueda rastrearse, entre otras influencias, una posible intertextualidad onettiana en el vertiginoso despliegue de versiones potencialmente contradictorias ostentadas por La cresta de Ilión, a semejanza de las múltiples y problemáticas versiones destiladas en Para una tumba sin nombre. Nos parece también perceptible, en la novela de Cristina Rivera Garza, un notable parentesco espiritual con El hombre sin atributos, de Roberto Musil, por el común rechazo por parte de ambos escritores de toda idea de condicionamiento. Aquí, como en la novela de Musil, el hombre pretende ser libre de toda « condición» previa, arbitrariamente asignada, que lo limite, aspira a ser pura disponibilidad, apertura a todas las posibilidades y experiencias. Texto culto, sí lo es La cresta de Ilión, aunque tampoco se niega a jugar con ciertos subgéneros literarios occidentales y con la tradición popular mexicana más consensual, como tendremos la oportunidad de observarlo más adelante. Pero la dificultad de La cresta de Ilión no radica fundamentalmente en el entrelazamiento de los intertextos, sino en la desconcertante, la desestabilizante alternancia de certezas e incertidumbres, de rotundas aseveraciones e insidiosos cuestionamientos, de situaciones triviales de inmediata comprensión y problemáticos episodios onírico-fantásticos en que se desfleca y afantasma el sentido. En resumen, la desestabilización del lector bien parece ser el producto de una asumida estrategia narrativa, en la que  es el sacrosanto  principio de no contradición es el primero en entrar en crisis. Así puede afirmar un mismo personaje —Amparo Dávila— en la página 19 : « No llegué aquí por azar. […] Te conozco de antes. », y más adelante, en la página 26, sin molestia alguna: « Vine a conocerte ». Dicho cuestionamiento de la falaz transparencia del lenguaje se reiterará(3) de modo notorio en la novela, llamando poderosamente la atención del lector.

El lector de La cresta de Ilión es por lo tanto un lector que pronto comprende que el acto de lectura y de fijación del sentido no podrá sino ser un reto. Un reto que implica una doble actitud : abandonarse humildemente, por un parte, al fluir del texto, a los manifiestos ganchos novelescos de una ficción que mezcla hábilmente las tonalidades —gótica, detectivesca, melodramática, paródica, absurda, onírica, ensayística, casi panfletaria, a ratos, cuando de fustigar se trata la inhumanidad de una sociedad que manda a verdaderos morideros a sus enfermos terminales— ; que juega con un abanico de personajes opuestos o complementarios cuyas conjunciones, disyunciones, deslizamientos sigue con atención el lector (véanse los encuentros, desencuentros y alianzas aleatorias entre Amparo Dávila (la Falsa), la Traicionada, el narrador, el Director del Hospital del Buen Reposo, etc.) ; que crea y mantiene a lo largo de la obra una tensión tan viva que, pese a las dificultades  de interpretación planteadas por el texto, el lector sigue atrapado y afanoso de comprender el sentido de la aventura textual en la cual se encuentra involucrado. 

Por otra parte, el reto al cual se halla confrontado el lector de La cresta de Ilión implica la aceptación de nuevos códigos y un esfuerzo de abstracción, o por decirlo de otro modo, la comprensión de la dimensión metanarrativa que habrá de revestir la novela. Despertar el interés desde el primer momento, iniciando la ficción por una situación de crisis (pasada), por un falso in medias res, éste es el primer logro de La cresta de Ilión, una estratagema narrativa que permitirá más adelante pasar de un nivel anecdótico insólito, pero asequible, a las complejidades de la dimensión simbólica. Asomémonos primero a la letra del texto —fuente de placer inmediato—, la cual nos brindará, no cabe duda, algunas claves para un mejor acercamiento a las motivaciones profundas que impulsan dicha novela.

La cresta de Ilión se nos presenta de entrada como un texto insólito. Desde las páginas liminares viene destilando un ambiente inquietante, de novela gótica a lo Walpole. Todo contribuye a resaltar lo intrigante de la situación : el léxico, la puntuación, y los mismos comentarios de un narrador aparentemente deseoso de sacar en claro la extraña aventura en la que se vio involucrado en el pasado : « Pero me engañaría, y trataría de engañarlos a ustedes, no cabe duda, si sólo menciono la tormenta cansina, larguísima, que acompañó su aparición ».(4)
Así se inicia cabalmente la ficción :

Ahora, transcurrido ya tanto tiempo, me lo pregunto de la misma manera incrédula. ¿Cómo es posible que alguien como yo haya dejado entrar en su casa a una mujer desconocida en una noche de tormenta ?

Dudé en abrir. Por un largo rato me debatí entre cerrar el libro que estaba leyendo o seguir sentado en mi sillón, frente a la chimenea encendida, con actitud de que nada pasaba.(5)

Tironeado entre afirmaciones, suposiciones, intuiciones, aleatorias deducciones, avanza el discurso del narrador, insistiendo de modo significativo en el papel de la imaginación mediante una acumulación de cuatro anáforas, que propician de entrada la creación de esa lógica onírica que habrá de teñir no pocos pasajes de la novela :

Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras —los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda. La imaginé subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas la cabeza para ver su propia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta y solitaria como una asta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. […] yo ya sabía todo de ella.(6)

La irrupción en la casa del narrador de la primera mujer, Amparo Dávila (en la primera secuencia), pronto seguida por la llegada de una segunda mujer, la Traicionada (en la tercera secuencia), más allá del halo enigmático que contribuye a reforzar, también lanza el texto hacia otra dimensión. Asoma y se irá fortaleciendo en La cresta de Ilión la temática bélica, eje estructurador de una novela que a todas luces pretende incitar a una reflexión dialógica sobre el género, sobre las relaciones particularmente tumultuosas entre sexo masculino y femenino, sobre el feminismo, abordado con empatía pero también con una lucidez desprovista de complacencia e idealización. Pues si la afirmación feminista reviste el carácter de una necesidad radical, de un mundo por construir sobre bases más justas, no siempre está libre el mundo de las mujeres de excesos y hasta de deplorables mediocridades .

Mirándolo bien, todo, desde el mismo ambiguo título de la novela, nos habla de guerra, de confrontaciones violentas, roces inamistosos. ¿Acaso no sugiere de entrada esa « cresta de Ilión », para el lector humanista, una inmersión, desde lo alto de alguna cima peñascosa, o de una alta muralla quizás, en la cruenta Guerra de Troya que vio afrontarse a los ejércitos de troyanos y aqueos ? ¿Acaso no trae inmediatamente a la mente reminiscencias del binario y brutal esquema  narrativo propio de la Ilíada, como de toda epopeya ? Señalemos, al respecto, que al terminar la novela el narrador, no sin cierto toque de humor, acude otra vez a la Antigüedad. Evoca un posible más allá de la Guerra de Troya, una superación de la violencia, una vuelta al orden familiar y conyugal, a través del motivo del regreso de Ulises a su isla: « Desde ahí, desde Ilión, desde su cresta, Ulises partió de regreso a Ítaca después de la Guerra ».(7)

Interpretación jocosa, picante, provocadora, en una novela que nada tiene que ver con la Antigüedad, pero que saca partido de los recursos de la polisemia, ya que no puede perderse de vista el sentido singular, anatómico, que reviste aquí la expresión « cresta de Ilión » :

Recordé, en cambio, el nombre del hueso que había despertado mi deso y mi miedo al mismo tiempo. El hueso ilión, uno de los tres que forman la cintura pelviana. Un hueso ancho y acampanado, cuyas alas se extienden a cada lado de la espina dorsal. Al punto anterosuperior  de las alas del ilión se le llama la cresta ilíaca.(8)

Como puede apreciarse, la dimensión conflictiva que alienta en  la novela se confunde inextricablemente con el eje erótico. Así, las lides épicas de Ilión se entrelazan con las aventuras amorosas de un Ulises nada ajeno a la sensualidad. Son muchos, además, los pasajes de la novela que se hallan permeados por la sensualidad, cuando no dan lugar, abiertamente, a episodios truculentos en los que la « gimnasia sexual », descarnada, grotesca, paródica, adquiere una provocante dimensión pornográfica, de la cual nunca está totalmente ausente la relación de fuerza, y un soterrado deseo de dominación de parte del hombre.

Esta violencia anecdótica, larvada o manifiesta, nos lleva paulatinamente a la segunda dimensión del texto a la que aludimos más arriba : la recóndita, la enigmática, que intentaremos desentrañar ahora. Todo nos incita en efecto a llevar adelante este trabajo de desciframiento. Las mismas mayúsculas enfáticas con que vienen escritos los nombres o apodos de los protagonistas, la notoria creación de arquetipos —la Traicionada, el Seductor, la Traidora, las Emisarias, las Urracas, el Hombre Arrebatado— , en pocas palabras, la manifiesta estilización a la que procede la escritura presta a la novela una dimensión de parábola entre seria y burlesca, incitando al lector a descubrir el sentido oculto, la enseñanza que alberga aquélla.

Una vez más, es el signo de la violencia el que va a acompañar a la búsqueda. A nivel anecdótico es un cuaderno el que pretende rescatar Amparo Dávila (la Falsa), y puede pensarse que su irrupción intencionada en casa del narrador se explica por su afán de instrumentalizarlo para dar con dicho cuaderno. A continuación surge un intricado juego de ayudantes, oponentes, peripecias y repeticiones cíclicas. El narrador, médico desengañado que trabaja en un hospital para enfermos terminales, viene a repetir un esquema anterior : el trazado dos décadas antes por Juan Escutia, periodista encerrado en dicho establecimiento, un rebelde, un humanista, un idealista, es más, un utopista, en lucha contra un orden que intentará cambiar en vano. En resumen, un nuevo, y desgraciado, Prometeo. Y si puede pensarse que los mismos compañeros de miseria de Escutia lo tiraron por la ventana, lo « ejecutaron », hartos de sus prédicas encendidas e incapaces de elevarse al grado de rebeldía y dignidad que esperaba de ellos, o que Escutia terminó loco, su gesto no deja de ser el emblema de la necesidad de un « cambio de códigos », expresión presente en la novela. Ahora bien, no se nos puede escapar el guiño cómplice y jocoso a la tradición nacional, ni la visión desacralizadora(9) de la cultura oficial, sus rutinarios rituales y falsos consensos, siendo Juan Escutia un joven cadete muerto heroicamente en 1847 en la lucha contra el invasor norteamericano, cuyo nombre figura en el famoso Monumento a los Niños Héroes, cerca del Zócalo.

¿Acaso no gira toda la novela en torno a este « cambio de códigos » ? ¿Pero qué significa exactamente esto? Procedamos con paciencia. Constantemente se evoca la noción de « desaparición ». Desaparición de la escritora Amparo Dávila, víctima —según las Emisarias, o sea, las dos feministas que irrumpen en la casa del narrador— de una perversa confabulación que la priva de un manuscrito suyo. Pero resulta que Amparo Dávila no deja de « aparecer » en la ficción (a ojos del narrador, que se desplaza curioso a su casa en varias ocasiones, es una « vieja desquiciada », desmemoriada, pero « ingeniosa » y atractiva a la vez, que termina por dudar de la propia identidad y se niega a fijar fronteras entre lo falso y lo auténtico). Además, como lo afirma el texto, « la desaparición es una condición contagiosa » que afecta, si bien se mira, a más de un personaje de La cresta de Ilión. Tanto el narrador como los enfermos de la Granja del Buen Reposo resultan también « desaparecidos » —lo afirma el texto sin ambages—. Paulatinamente se nos hace patente que de « escribir sobre la desaparición » se trata aquí fundamentalmente. Una desaparición que, más allá de lo anecdótico, desemboca en una reflexión sobre el lenguaje, sobre la literatura —escritura y lectura confundidas—, como lo corroboran las páginas 144-148 correspondientes a los pensamientos del narrador, recostado en su cama de hospital. Desaparición e « irrealidad » parecen ir de la mano. La desaparición, que de buenas a primeras sonaba a robo, a insoportable transgresión, a carencia, a pérdida, termina en no pocos pasajes por rimar con una inesperada forma de libertad (página 34). De apetecible libertad, a fin de cuentas. La desaparición, que es « falta de una inscripción », de una marca que nos fije por anticipado un devenir previsible, nos brindaría entonces la posibilidad de « vivir [nuestra] muerte día tras día », oxímoron provocante pero sugerente. De energía, de afirmación vital del sujeto en el presente, de rechazo de toda postura quejumbrosa se trata, de hecho, pues el proceso de  desaparición viene a ser la condición necesaria para poder « entrar en un estado de aparición » que haga acceder al sujeto a otra modalidad, plena, de la realidad.

Ahora bien, los meandros de la novela nos llevan y traen por certezas y dudas. ¿Dónde buscar la fuerza que nos permita rechazar los « candados de la costumbre », acceder a la plenitud ? En el pasado, parece insinuar la novela : un pasado que metáforicamente viene asociado a la imagen del árbol : « Te conozco de cuando eras árbol. De aquellas épocas. », dice Amparo Dávila al narrador al comienzo del texto.(10) Y junto con la alusión al árbol, repiten de modo insistente, misterioso y perturbador, tanto Amparo Dávila como las Emisoras, que conocen el « secreto » del narrador, a saber, que éste es mujer. Ahora bien, la identidad masculina del narrador está fuera de duda, viene confirmada por la novela en numerosos episodios, particularmente en el casi pornográfico pasaje en que se describen sus audaces retozos con las Urracas. ¿Cómo comprender entonces la referencia reiterada al árbol ?, sino como un reconocimiento admirativo y lúdico a la vez del talento literario de Amparo Dávila, ya que dicha referencia procede directamente, con su nutrido simbolismo, de la obra de la escritora Amparo Dávila : de un libro de relatos titulado Tiempo destrozado,(11) publicado en 1959, y también de Árboles petrificados, una novela de 1977. Pasa también por el texto de Cristina Rivera Garza esa « nostalgia de ser árbol », que alentara ya en Tiempo destrozado, y con ella la fuerza indestructible de las raíces y  las frondas llenas de pájaros, o sea, del ser enraizado que mira erguido las estrellas y las nubes en el bosque,(12) ajeno al trajín cotidiano desprovisto de transcendencia, indiferente a la realidad insatisfactoria.

¿Cómo comprender ahora la supuesta revelación de la feminidad del narrador ? Muy posiblemente como un ataque pérfido de las mujeres, un intento de ridiculizarlo poniendo en duda su virilidad, una voluntad « imperialista » y normativa de rebajarlo, réplica exacta de la actitud prepotente de los hombres. Como una broma pesada, en fin. Sin embargo, el texto sugiere la posibilidad de otra lectura que, sin anular la primera, la rebasa. De una lectura menos polémica se trata entonces, que evoca un mundo inicial de indeterminación, un mundo informe en que lo masculino y lo femenino vendrían burdamente confundidos, más allá de toda noción de frontera. Un caos feliz tal vez. De ahí quizás que el narrador, definido durante gran parte de la novela como totalmente ajeno al lenguaje de las mujeres —una jerga exclusiva que lo irrita—, rompa inesperadamente a expresarse en ese idioma hacia el final de la novela, jocosamente tocado por la gracia. Feminidad y masculinidad, pasado y presente se encuentran por lo tanto como reconciliados, más allá de la fragmentación ordinaria.

De ahí también que Cristina Rivera Garza haya escogido como espacio privilegiado el mar, símbolo fuerte con que comienza y se cierra la novela. El mar o el distanciamiento, el mar o el sosiego, pero también la desmesura, y ante todo la libre imaginación que permite escapar de las limitaciones y la sordidez de la realidad cotidiana —esta que ya pintara con tintes tan lóbregos Amparo Dávila en Tiempo destrozado, y de la que buscan torpe, trágicamente, huir sus protagonistas—. El mar, en fin, que permite acceder en La cresta de Ilión a esta nueva realidad que anhelan todos los personajes, tras los cíclicos altibajos que no dejan de sufrir (a imagen del narrador, médico reducido al estado de sospechoso, y hasta de enfermo durante cierto tiempo ). 

Tal vez pueda comprenderse también el énfasis puesto en los vocablos « retroceder » y « memoria », que suenan casi como una consigna, un deber, una etapa decisiva en la creación de la nueva realidad anhelada. (Huelga recordar el sugestivo título de la novela del argentino Mempo Giardinelli, Santo Oficio de la la memoria,(13) ilustrativa de este rescate de la memoria a ultranza a la que se entregan no pocos textos actuales). El presente no puede sino alimentarse de pasado ; el texto, de intertextos fraguados por las generaciones anteriores —pero las palabras « robo », « desaparición », y hasta la noción de plagio no sirven, terminan hasta por sonar inadecuadas, siendo más atinados los vocablos integración, palimpsesto, reescritura infinita— ; y la vida, por su parte, aparece como indisociable de la muerte. De ahí que el estrellarse del pelícano sobre las aguas del océano, en las últimas páginas de la novela, resulte previsible y casi complementario de lo que quizás pueda leerse finalmente como cierta forma de apaciguamiento de las relaciones entre los sexos —entre el narrador y Amparo Dávila (la Falsa), la primera visitadora, fuente de deseo y terror a la vez, con su juvenil y provocante hueso ilión.

Así, al término de lo que quizás pueda leerse como una insólita aventura iniciática, sólo quedan frente a frente el Hombre y la Mujer : el narrador y « su » Amparo Dávila (la Falsa), objeto inicial de sus fantaseos, lejana y prometedora a la vez. Más que una « Intrusa », se nos aparece ahora como una posible compañera. Depuestas las armas, parecen listos los dos para una refundación casi mítica del mundo, y del lenguaje. Conjugando en efecto un lirismo propiamente daviliano —es citada textualmente Amparo  Dávila— y ese humor desenvuelto y ácido que corre a lo largo de toda la ficción, La cresta de Ilión, texto experimental si cabe, entreabre la puerta hacia una posible refundación de las relaciones humanas y del Verbo :

—Yo no voy contigo a ningún lado —sonreí sin saber de dónde exactamente me llegaba el buen humor, el cinismo. La confianza de decirlo. Ella se alzó de hombros. Pobrecito. Me dio la espalda y emprendió la marcha bajo la llovizna que empezaba a caer de nuevo.

Mientras desaparecía una vez más, la observé, retrocediendo al mismo tiempo. Volví a retroceder. Y entonces la escuché :

Somos dos náufragos en la misma playa, con tanta prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse…     hemos robado manzanas y nos persiguen…  sé que estamos huyendo de este momento o de las palabras directas, de una emoción…  momentos tan honda y confusamente vividos dentro de nosotros mismos…   no sé decir las cosas que siento. Tal vez algún día las escriba frente a otra ventana… los únicos sobrevivientes del invierno… conserva la moneda, tu rostro y el mío, para tardes lluviosas en que el tedio pesa enormemente… ni un alma transita por ninguna parte… (14)

Brillante variación sobre el texto daviliano, hace sonar a oídos del lector una oblicua y aleccionadora advertencia : « Uno siempre necesita un lugar hacia el cual retroceder ». Con amor, irreverencia y creatividad, lejos de los caminos trillados de la causalidad, la continuidad y el principio de no contradicción.









Notas

(1). C. Rivera Garza, La cresta de Ilión, México, Tusquets, 2002.

(2). Gíglico : lenguaje creado por Julio Cortázar en Rayuela, y usado en el capítulo 68 de la novela. Lenguaje musical y lúdico, exclusivo, manejado por los enamorados, y que contribuye a aislarlos. Los antecedentes del glígico pueden encontrarse en Lewis Carroll, los poetas chileno y argentinoVicente Huidobro y Oliverio Girondo.

(3). Otro ejemplo de la engañosa condición del lenguaje : « Gracias a mi trabajo en el hospital municipal yo pasaba poco tiempo en ella [la casa]. Digo gracias ahora y esto parecería indicar que me gustaba mi trabajo. La verdad es todo lo contrario. » (C. Rivera Garza, La cresta de Ilión, op. cit., p. 26).

(4). C. Rivera Garza, op. cit. , p. 15.

(5). Ibid., p. 13.

(6). Ibid., p. 27.

(7). Ibid., p. 158.

(8). Ibid.

(9). En 1992 estalló un escándalo en México en torno a los Niños Héroes. La juventud lanzó consignas contra el Gobierno, la cultura oficial y la hipocresía de las conmemoraciones y  rituales.

(10). C. Rivera Garza, op. cit., página 19.

(11). A. Dávila, Tiempo destrozado, Letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2003 (Primera edición, 1959. Primera reimpresión, 2003).

(12). Véase el relato titulado « Muerte en el bosque », pp. 69-76, en Tiempo destrozado.

(13). Santo Oficio de la memoria (Premio Internacional « Rómulo Gallegos » 1993).

(14). C. Rivera Garza, op. cit., pp. 156-157.